Después de un hermoso día de playa,
finalmente ellos volvían al hotel. Ellos, eran don Saúl y su esposa Rut, y sus
dos hijos Sara y Manuel. Aquel fue un día tan inolvidable, como todos los días
que ellos pasaban en la costa. Ellos cuatro eran tan felices, tan plenos de
estar ahí. Todo era tan mágico que ellos deseaban que esos momentos no
terminasen jamás. Tanto Saúl como Rut disfrutaban de esos hermosos momentos de
felicidad, en que jugaban con sus niños en la playa, correteaban, reían, y era
todo tan especial. Ellos pensaban dentro de sí, que si todo aquello se volviera
eterno, y sus niños fueran siempre niños; y ellos, siempre jóvenes, y que no
tuvieran que envejecer. Pensaban en lo bello y hermoso que sería poder atrapar
el tiempo y detenerlo en aquellos momentos tan únicos y maravillosos en que
Sara y Manuel jugaban en la playa, correteaban en el agua, y sus padres les
gritaban desde lejos: “Niños, ¡No se alejen de la orilla!” Poder congelar en el
tiempo y para siempre sus caritas felices e inocentes. Sin embargo, Saúl y Rut
sabían que eso no sería posible, que algún día sus niños crecerían y serían
adultos que formarían sus propias familias; y que manejarían el negocio
familiar. Que ellos mismos envejecerían y ya no tendrían las mismas fuerzas.
Que seguramente sus dos hijos les darían varios nietos, los cuales ellos
esperaban poder disfrutar. En todo esto pensaban en aquella tarde de verano al
volver de la playa, y estando sentados en aquel cómodo sillón. En ese momento
tuvieron de pronto, la extraña sensación que finalmente el tiempo se les había
escapado de las manos. Aún así, ellos no se daban cuenta de nada. Porque tanto
Saúl como su esposa Rut, no sabían que ellos finalmente no pudieron atrapar al
tiempo, sino que el tiempo los había atrapado a ellos; el tiempo impiadoso
había pasado puntual y sin atrasarse, y ahora, no solo ni Sara ni Manuel
eran niños, sino que ellos tampoco ya eran jóvenes. Ya todo había pasado.
Porque ninguno de ellos estaban en la playa ni tampoco en un hotel, sino en
otro lugar diferente.
En ese momento entraron dos mujeres
a la habitación, pero la pareja de ancianos ni se inmutó. Una de las mujeres
tenía uniforme, la otra no.
_ No me podía ir sin antes ver cómo
están. -Dijo con tono triste esta última mirando a la enfermera- Mi hermano hoy
no pudo venir. Él sufre mucho de verlos así. -Agregó la mujer luego.
_ Siempre están así señora Sara. No
se dan cuenta de nada. -Le respondió la mujer de uniforme con resignación; y
luego le dijo:
_ Acá todos sabemos lo que usted y
Manuel se preocupan por ellos. Sabemos que ustedes hacen todo lo humanamente
posible, y más.
_ Sí. Lo sé. -Replicó Sara y
continuó diciendo con el mismo tono triste:
_ ¡Pero vaya ironía de la vida! Manu
y yo manejamos este geriátrico que ellos fundaron con todo lo mejor; y ahora
ellos tienen que estar acá. Igual ellos no sufren, porque piensan que están en
un hotel, y en la playa… como si el tiempo se hubiera detenido para ellos dos.