martes, 26 de junio de 2018

De por qué Mónica comenzó a usar anteojos. (Cuento)


No sé si era tan importante el día en que Mónica se puso sus gafas por primera vez. Tal vez para ella no lo era tampoco. La niña sólo recordaba aquel día impreciso en que su madre le mostró los lentes a la vez que le advertía que debía cuidarlos porque habían salido caros, que eran de un vidrio especial, que si cumplía en usarlos tal como le había indicado el oculista, no tendría que usarlos por mucho tiempo. Y así también tal vez, se evitaría la operación… Luego recuerda cuando ella se los puso sola, y que fue todo como un juego. Su madre le dijo que en ese entonces tenía 5 años. Y ahora, casi cuatro años después, Mónica seguía usando anteojos. Pero sin embargo, la niña recordaba que el médico le había dicho que su problema de la vista se iría corrigiendo con el tiempo y que para cuando cumpliera los 10 años a más tardar, ya dejaría de usarlos. Ahora la pequeña Mónica tenía 8 años, casi 9, y ella cada vez que su madre la llevaba al oculista siempre se mostraba ansiosa por saber si tendría que seguir usando los anteojos, o ya no. Su madre solía fastidiarse cuando Mónica le preguntaba esas cosas al oculista, y la retaba. Mónica era una niña hermosa y de temperamento despreocupado. Era inocente y dócil. De carácter agradable y sociable, le gustaba conversar con las personas; algo que a su madre parecía preocuparle exageradamente. Porque Mónica era especial, aunque su retraso era muy leve. Aún así y todo, ella era muy inteligente y avanzaba mucho en todo, incluida la escuela. Ella estaba muy feliz porque ya la maestra le había dicho que  para el año siguiente podría pasar de grado, y que ya no repetiría. Pero ella sentía que su felicidad sería completa cuando dejara de usar anteojos. Porque Mónica quería estudiar danzas clásicas, pero su madre le decía que podría ser posible cuando dejara de usar lentes. Aunque Mónica pensaba que si no podía estudiar danzas clásicas, podría ser danzas árabes o flamenco. Ella amaba bailar, tal como hacía su prima Irene, que sabía bailar todo eso desde que tenía 5 años. Y a Mónica le encantaba ver como bailaba su prima, ya de 18, y que enseñaba esas danzas. Su prima Irene era hija de la tía Ornella, la hermana mayor de su madre, que era enfermera y trabajaba en el hospital de la ciudad en que vivían. Mónica recordaba que antes se visitaban más seguido, pero eso dejó de ser así una vez que murieron los abuelos; hace ya un tiempo. Sin embargo la prima Irene sí los visitaba seguido porque ahora la joven vivía en la capital, ya que aquí estudiaba. Y cuando Irene venía de visita, como Mónica no tenía más hermanos, ella se apegaba a su prima, y ésta le mostraba como se bailaba ya que la niña tenía expresamente prohibido bailar, por causa de sus anteojos. De todos modos Irene nunca permanecía  mucho tiempo, ya que sólo se quedaba un rato, o tal vez unas horas como mucho. Tanto el tío Julián como la tía Marianela, los padres de la pequeña Mónica jamás le preguntaban a la muchacha nada que tuviese que ver “con el pueblo”. Por otra parte Irene tampoco hacía comentarios sobre eso si no le preguntaban expresamente. Y era en esos momentos que sucedía muchas veces que Mónica en su inocencia, tenía la “osadía” de preguntar por la tía Ornella, o peor aún, por la tía Teresa, la hermana del medio. Teresa o Tere, era una tía que había quedado soltera que vivió con los abuelos de Mónica hasta poco tiempo antes del fallecimiento de estos. Mónica la había visto sólo un par de veces en su vida, y apenas la recordaba. Pero ella tenía el recuerdo de esa tía, sobre todo, por “aquel día”. Aquel día extraño del que nadie hablaba. Y todo lo que había rodeado a esta tía tenía como un cierto halo de misterio, y nadie parecía querer preguntar por ella. Es más, en la casa de Mónica nadie preguntaba nada. Parecía existir una especie de código implícito por el cual el hecho de preguntar casi cualquier cosa estaba vedado. Pero Mónica, en su inocencia preguntaba. Cuando venía la prima y recordaba, a la prima también le preguntaba. Ahí era cuando sus padres la retaban, y le decían que no debía preguntar tanto, que los niños no preguntaban esas cosas. Sin embargo, los adultos tampoco preguntaban. Mientras tanto, Mónica esperaba ansiosamente el día en que pudiese dejar de usar anteojos para poder ser libre, y poder jugar y bailar cuanto quisiese. Al cumplir los 9 años ella seguía usando anteojos. Es más, el oculista le había dicho a su madre que si al cumplir los 10 no superaba el problema con la vista, indefectiblemente la tendrían que operar. Ahí Mónica lloró por primera vez en mucho tiempo. Le preguntó al doctor si la operación dolía en caso que la tuviesen que operar, y este le respondió que no tuviese miedo, que no era algo grave, y que además todavía quedaba un año más de esperanza en que seguramente mejoraría, y no haría falta ninguna operación. Sin embargo un rato antes la niña había escuchado que el doctor le decía muy serio a su madre: “Mire señora: hicimos todo lo posible y no tuvo el progreso esperado. Puede que tal vez en un año mejore y no haga falta la cirugía, pero no es algo que yo le pueda garantizar. Así que considere la cirugía entre las posibilidades. Usted sabe que los vidrios dañaron gravemente ambos ojos.” Y cuando el oculista había dicho “vidrios” fue su madre la que se quebró en llanto, aunque enseguida se dominó y se tragó las lágrimas, como siempre hacía la mujer. Porque tampoco se lloraba. Porque si lloraba era traer al presente el recuerdo de aquel terrible día, por causa del cual la pequeña y hermosa Mónica, comenzó a usar anteojos. Ese día innombrable en que Mónica recuerda claramente cuando fue a visitar a los abuelos junto con sus padres, como solían hacerlo en aquel entonces, sobre todo en vacaciones de verano. Era una casa hermosa, grandísima, en las afueras del pueblo. Tenía mucho campo y plantíos. Recordaba a su abuelo cuidando los naranjos con total devoción, y a su abuela cociendo pan casero y regando sus numerosas y hermosas plantas. Y Mónica adoraba acompañar a sus abuelos en estas actividades. Le encantaba correr por los amplios jardines y jugar con los perros que allí había, y apreciar a la naturaleza en todo su esplendor. Pero a la pequeña Mónica también le encantaba corretear por las galerías y corredores de la amplia casa. Y en ese negro día ella se paseaba así por adentro de la casa, e inclusive subió al primer piso como solía hacerlo siempre que estaba allí. Pero aquel día fue diferente, porque cuando ella iba subiendo se comenzaron a escuchar gritos y voces entremezclados. Contrariamente a asustarse y bajar, Mónica se sintió más atraída por subir y ver qué sucedía allí. Lo siguiente que recuerda ella era ver a la tía Tere dando alaridos desesperados mientras entre los abuelos, su padre, su madre, y la tía Ornella apenas podían sujetarla. La pobre mujer no dejaba de dar alaridos de desesperación y movía los brazos descontroladamente, y no dejaba de gritar que la suelten. En un segundo Mónica ya se encontraba al lado de toda esa gente que pugnaba por sujetar a la mujer en otro de sus extraños brotes psicóticos. El abuelo se escuchaba que gritaba aterrado: “¡Le dio otro ataque justo ahora! ¿Por qué le pasa esto a mi hija?”, y a la abuela increpando a la hija enfermera por no tener la medicación a mano, y así evitar “… todo este problema”. Y en medio de todo eso los padres de Mónica gritándole a la niña que se fuera inmediatamente, y que no pregunte nada. Así la niña observaba azorada todo aquel espectáculo cuando de repente la tía Tere logra soltarse de todos ellos por unos segundos, pero enseguida la tía Ornella la toma de los cabellos. Sin embargo la mujer logra soltarse nuevamente, y en la desesperación por escaparse de todos ellos saca un muy grande y filoso cuchillo de entre sus ropas, y en menos de un segundo todos los recuerdos comenzaron a desdibujarse en la mente de la pequeña Mónica. Todo lo que siguió fue como un sueño, como algo surrealista. El recuerdo imborrable que quedó en la pequeña inocente que veía como los vidrios de aquella ventana volaban por los aires en miles de pedazos de todos los tamaños, y caían de lleno sobre su rostro, fue lo que hizo que sus bellos ojos fueron dañados gravemente. En ese nefasto día le tocó a su padre auxiliar a la niña que ahora lloraba aterrada con su cara y sus ojos llenos de astillas de vidrios y ensangrentado su rostro, para llevarla de inmediato al hospital. En ese momento el papá de Mónica sólo atinó a levantar en sus brazos a la niña y meterla en el auto sin importarle nada más.
   Luego de todo eso fue que Mónica al salir del hospital, donde apenas estuvo hasta que la curaron,  no volvió nunca más a la casa de sus abuelos, ni los volvió a ver ni a ellos ni a la tía Ornella, y tampoco supo que sucedió con la tía Tere.  Asimismo en su casa jamás se tocó el tema, y nadie hacía preguntas. Todo quedó envuelto en un manto de silencio y misterio. Sólo una vez recordó haber escuchado que su madre le contaba a alguien por teléfono, creyendo que la nena no estaba cerca, que sus padres habían muerto con la culpa de “tener que encerrarla”.
   Aún a pesar de todo esto Mónica era una niña despreocupada y feliz. A pesar de que tenía el recuerdo vívido de aquellos hechos tan desafortunados, parecía no afectarle negativamente. Excepto por el hecho de que fue por eso que Mónica tuvo que comenzar a usar anteojos. Aunque la niña se consolaba pensando en que ya no por mucho tiempo. Además la ponía feliz el saber que este año pasaría de grado. Y eso era su felicidad.