No sé si era tan importante el día en que
Mónica se puso sus gafas por primera vez. Tal vez para ella no lo era tampoco.
La niña sólo recordaba aquel día impreciso en que su madre le mostró los lentes
a la vez que le advertía que debía cuidarlos porque habían salido caros, que
eran de un vidrio especial, que si cumplía en usarlos tal como le había
indicado el oculista, no tendría que usarlos por mucho tiempo. Y así también
tal vez, se evitaría la operación… Luego recuerda cuando ella se los puso sola,
y que fue todo como un juego. Su madre le dijo que en ese entonces tenía 5
años. Y ahora, casi cuatro años después, Mónica seguía usando anteojos. Pero
sin embargo, la niña recordaba que el médico le había dicho que su problema de
la vista se iría corrigiendo con el tiempo y que para cuando cumpliera los 10
años a más tardar, ya dejaría de usarlos. Ahora la pequeña Mónica tenía 8 años,
casi 9, y ella cada vez que su madre la llevaba al oculista siempre se mostraba
ansiosa por saber si tendría que seguir usando los anteojos, o ya no. Su madre
solía fastidiarse cuando Mónica le preguntaba esas cosas al oculista, y la
retaba. Mónica era una niña hermosa y de temperamento despreocupado. Era
inocente y dócil. De carácter agradable y sociable, le gustaba conversar con
las personas; algo que a su madre parecía preocuparle exageradamente. Porque
Mónica era especial, aunque su retraso era muy leve. Aún así y todo, ella era
muy inteligente y avanzaba mucho en todo, incluida la escuela. Ella estaba muy
feliz porque ya la maestra le había dicho que para el año siguiente podría pasar de grado, y
que ya no repetiría. Pero ella sentía que su felicidad sería completa cuando
dejara de usar anteojos. Porque Mónica quería estudiar danzas clásicas, pero su
madre le decía que podría ser posible cuando dejara de usar lentes. Aunque
Mónica pensaba que si no podía estudiar danzas clásicas, podría ser danzas
árabes o flamenco. Ella amaba bailar, tal como hacía su prima Irene, que sabía
bailar todo eso desde que tenía 5 años. Y a Mónica le encantaba ver como
bailaba su prima, ya de 18, y que enseñaba esas danzas. Su prima Irene era hija
de la tía Ornella, la hermana mayor de su madre, que era enfermera y trabajaba
en el hospital de la ciudad en que vivían. Mónica recordaba que antes se
visitaban más seguido, pero eso dejó de ser así una vez que murieron los
abuelos; hace ya un tiempo. Sin embargo la prima Irene sí los visitaba seguido
porque ahora la joven vivía en la capital, ya que aquí estudiaba. Y cuando
Irene venía de visita, como Mónica no tenía más hermanos, ella se apegaba a su
prima, y ésta le mostraba como se bailaba ya que la niña tenía expresamente
prohibido bailar, por causa de sus anteojos. De todos modos Irene nunca
permanecía mucho tiempo, ya que sólo se
quedaba un rato, o tal vez unas horas como mucho. Tanto el tío Julián como la
tía Marianela, los padres de la pequeña Mónica jamás le preguntaban a la
muchacha nada que tuviese que ver “con el pueblo”. Por otra parte Irene tampoco
hacía comentarios sobre eso si no le preguntaban expresamente. Y era en esos
momentos que sucedía muchas veces que Mónica en su inocencia, tenía la “osadía”
de preguntar por la tía Ornella, o peor aún, por la tía Teresa, la hermana del
medio. Teresa o Tere, era una tía que había quedado soltera que vivió con los
abuelos de Mónica hasta poco tiempo antes del fallecimiento de estos. Mónica la
había visto sólo un par de veces en su vida, y apenas la recordaba. Pero ella
tenía el recuerdo de esa tía, sobre todo, por “aquel día”. Aquel día extraño
del que nadie hablaba. Y todo lo que había rodeado a esta tía tenía como un
cierto halo de misterio, y nadie parecía querer preguntar por ella. Es más, en
la casa de Mónica nadie preguntaba nada. Parecía existir una especie de código
implícito por el cual el hecho de preguntar casi cualquier cosa estaba vedado.
Pero Mónica, en su inocencia preguntaba. Cuando venía la prima y recordaba, a
la prima también le preguntaba. Ahí era cuando sus padres la retaban, y le
decían que no debía preguntar tanto, que los niños no preguntaban esas cosas.
Sin embargo, los adultos tampoco preguntaban. Mientras tanto, Mónica esperaba
ansiosamente el día en que pudiese dejar de usar anteojos para poder ser libre,
y poder jugar y bailar cuanto quisiese. Al cumplir los 9 años ella seguía
usando anteojos. Es más, el oculista le había dicho a su madre que si al
cumplir los 10 no superaba el problema con la vista, indefectiblemente la
tendrían que operar. Ahí Mónica lloró por primera vez en mucho tiempo. Le
preguntó al doctor si la operación dolía en caso que la tuviesen que operar, y
este le respondió que no tuviese miedo, que no era algo grave, y que además
todavía quedaba un año más de esperanza en que seguramente mejoraría, y no
haría falta ninguna operación. Sin embargo un rato antes la niña había
escuchado que el doctor le decía muy serio a su madre: “Mire señora: hicimos
todo lo posible y no tuvo el progreso esperado. Puede que tal vez en un año
mejore y no haga falta la cirugía, pero no es algo que yo le pueda garantizar.
Así que considere la cirugía entre las posibilidades. Usted sabe que los
vidrios dañaron gravemente ambos ojos.” Y cuando el oculista había dicho
“vidrios” fue su madre la que se quebró en llanto, aunque enseguida se dominó y
se tragó las lágrimas, como siempre hacía la mujer. Porque tampoco se lloraba.
Porque si lloraba era traer al presente el recuerdo de aquel terrible día, por
causa del cual la pequeña y hermosa Mónica, comenzó a usar anteojos. Ese día
innombrable en que Mónica recuerda claramente cuando fue a visitar a los
abuelos junto con sus padres, como solían hacerlo en aquel entonces, sobre todo
en vacaciones de verano. Era una casa hermosa, grandísima, en las afueras del
pueblo. Tenía mucho campo y plantíos. Recordaba a su abuelo cuidando los
naranjos con total devoción, y a su abuela cociendo pan casero y regando sus
numerosas y hermosas plantas. Y Mónica adoraba acompañar a sus abuelos en estas
actividades. Le encantaba correr por los amplios jardines y jugar con los perros
que allí había, y apreciar a la naturaleza en todo su esplendor. Pero a la
pequeña Mónica también le encantaba corretear por las galerías y corredores de
la amplia casa. Y en ese negro día ella se paseaba así por adentro de la casa,
e inclusive subió al primer piso como solía hacerlo siempre que estaba allí.
Pero aquel día fue diferente, porque cuando ella iba subiendo se comenzaron a
escuchar gritos y voces entremezclados. Contrariamente a asustarse y bajar,
Mónica se sintió más atraída por subir y ver qué sucedía allí. Lo siguiente que
recuerda ella era ver a la tía Tere dando alaridos desesperados mientras entre
los abuelos, su padre, su madre, y la tía Ornella apenas podían sujetarla. La
pobre mujer no dejaba de dar alaridos de desesperación y movía los brazos
descontroladamente, y no dejaba de gritar que la suelten. En un segundo Mónica
ya se encontraba al lado de toda esa gente que pugnaba por sujetar a la mujer
en otro de sus extraños brotes psicóticos. El abuelo se escuchaba que gritaba
aterrado: “¡Le dio otro ataque justo ahora! ¿Por qué le pasa esto a mi hija?”,
y a la abuela increpando a la hija enfermera por no tener la medicación a mano,
y así evitar “… todo este problema”. Y en medio de todo eso los padres de
Mónica gritándole a la niña que se fuera inmediatamente, y que no pregunte
nada. Así la niña observaba azorada todo aquel espectáculo cuando de repente la
tía Tere logra soltarse de todos ellos por unos segundos, pero enseguida la tía
Ornella la toma de los cabellos. Sin embargo la mujer logra soltarse nuevamente,
y en la desesperación por escaparse de todos ellos saca un muy grande y filoso
cuchillo de entre sus ropas, y en menos de un segundo todos los recuerdos
comenzaron a desdibujarse en la mente de la pequeña Mónica. Todo lo que siguió
fue como un sueño, como algo surrealista. El recuerdo imborrable que quedó en
la pequeña inocente que veía como los vidrios de aquella ventana volaban por
los aires en miles de pedazos de todos los tamaños, y caían de lleno sobre su
rostro, fue lo que hizo que sus bellos ojos fueron dañados gravemente. En ese
nefasto día le tocó a su padre auxiliar a la niña que ahora lloraba aterrada
con su cara y sus ojos llenos de astillas de vidrios y ensangrentado su rostro,
para llevarla de inmediato al hospital. En ese momento el papá de Mónica sólo
atinó a levantar en sus brazos a la niña y meterla en el auto sin importarle
nada más.
Luego
de todo eso fue que Mónica al salir del hospital, donde apenas estuvo hasta que
la curaron, no volvió nunca más a la casa de sus abuelos, ni
los volvió a ver ni a ellos ni a la tía Ornella, y tampoco supo que sucedió con
la tía Tere. Asimismo en su casa jamás
se tocó el tema, y nadie hacía preguntas. Todo quedó envuelto en un manto de
silencio y misterio. Sólo una vez recordó haber escuchado que su madre le
contaba a alguien por teléfono, creyendo que la nena no estaba cerca, que sus
padres habían muerto con la culpa de “tener que encerrarla”.
Aún a
pesar de todo esto Mónica era una niña despreocupada y feliz. A pesar de que
tenía el recuerdo vívido de aquellos hechos tan desafortunados, parecía no
afectarle negativamente. Excepto por el hecho de que fue por eso que Mónica
tuvo que comenzar a usar anteojos. Aunque la niña se consolaba pensando en que
ya no por mucho tiempo. Además la ponía feliz el saber que este año pasaría de
grado. Y eso era su felicidad.